Despojos de rencor

Vuelvo la vista atrás en el tiempo y estoy en mi barrio, jugando un sábado por la mañana a la comba con mis vecinas, Marina y Pili, mientras cantamos “un, dos, tres, pluma, tintero y papel…”, pero mi madre interrumpe la diversión gritando mi nombre desde el balcón. Quiere mandarme algo y me indica con la mano que suba.
Subo los cinco pisos sin ascensor y esquivo al gato diabólico, “Canito”, de la vecina del 1º, una señora de mediana edad que se pasa el día en la ventana que da a la entrada, acariciando a ese minino tiñoso y, que tiene un extraño marido, que aparece y desaparece, con un brazo de madera. En mi portal los vecinos eran unos personajes en sí mismos.
Llego al cuarto piso y trepo por la baranda de la escalera para no toparme con Dantón, un perro salchicha, que ataca a cualquier cosa que se mueva. La última vez me destrozó unas zapatillas. Es el único perro al que he odiado y eso que mi vocación con 11 años era ser veterinaria.
Llamo al timbre de la 5º derecha y abre mi madre con los rulos puestos.
− “Vete a la carnicería de Paco a por dos muslos de pollo para el cocido, que se los pago el lunes – dice mamá agobiada. No te entretengas, que te castigo esta tarde sin ver la tele.
− Jo mamá, no quiero. El hermano de Paco se burla de mí, me insulta y me hace gestos guarros.
− Ignóralo. Estás tardando, vamos.
Bajo las escaleras sorteando de nuevo al perro y al gato, a regañadientes con el recado.
En la carnicería sólo están Paco, el dueño, y Andrés su hermano pequeño. Este es un chico unos dos años mayor que yo, de diminuta estatura y, para mí, escaso de materia gris. Su tez es muy morena y salpicada de lunares, cabello negro y greñas mal cortadas. Su rasgo más peculiar es una sola ceja que atraviesa su cara de sien a sien
Este insufrible niño empieza a guiñarme el ojo y a sacarme la lengua bordeando con ella sus labios. Hago como si no estuviera, y observo una lámina de un paisaje de tan poca belleza como él.
− ¿Qué quieres Paula?, dice Paco.
− Dos muslos de pollo. ¿Le puedes decir al imbécil de tu hermano que deje molestar con sus muecas y guarradas?
−Es que creo que es porque le gustas, y empieza a reírse.
− Que suerte tengo que esa rata fije en mí. Si te parece voy ahora mismo a decírselo a mi madre como no me deje en paz.
− Andrés vete atrás. Paula, no te enfades, tengo patas de pollo para tu perrita. Ven conmigo atrás y te doy una bolsa.
Confiada sigo a Paco, que me abre la puerta de la trastienda con una inusual amabilidad. Una vez he entrado, sale y cierra la puerta de aluminio y cristal con llave, y me quedo sola con su insufrible hermano.
−Déjame salir, gilipollas—grito.
Andrés se ríe con exageración y yo todo lo contrario. Empieza a lanzarme despojos de carne y algunos de ellos quedan pegados en mi pelo y en la piel.
Estoy histérica y asustada. Chillo: “abre, hijo de puta”. Mientras, Andrés toma con sus cerdas manitas unos restos de hígados sangrientos y se dirige a mi lentamente diciendo: “Paulita tengo unas entrañas para ti”.
Reacciono y cojo unas patas de pollo que hay en un recipiente de plástico y se las tiro con fuerza, impactando una de ellas en un ojo. Esto le hace retroceder y que se le caiga parte de la casquería al suelo.
Tengo que salir, pienso. Doy una fuerte patada a la parte baja de la puerta, rompiendo el cristal. Y en ese momento, Paco abre la puerta y me regaña.
¡Animales! −les digo, y corro llorando de rabia.
Durante los 8 años siguientes evité esa carnicería, cambiaba de acera para no pasar por delante, me negaba en rotundo a entrar. Odiaba a Andrés y sobre todo no quería volver a verlo.
Fantaseaba con que sufría. Una vez imaginé que se cortaba 4 dedos de su mano izquierda al confundirlos con chorizos blancos, pues más bien sus rechonchos apéndices se parecían a esos ricos embutidos. Perdía mucha sangre y no le daba tiempo a llegar al hospital y moría. Me tronchaba de risa al pensarlo.
También inventaba que le caía en la cabeza alguno de los enormes cuchillos que colgaban de la pared y que le rebanaban su cerebro de mosquito. Estas imágenes me reconfortaban.
Un sábado, un mes después de la agresión, le seguí. Agazapada, detrás de un Sima 1000, esperé a que saliera de la carnicería. Él caminaba veloz y decidido. Pasados unos 10 minutos se acercó a un muro del parque, metió su índice en un agujero y sacó algo. Ensimismado observaba lo que tenía entre sus manos, lo besó depositando ese secreto otra vez al mismo hueco. Luego se fue sonriendo.
Alejado Andrés, introduje mi mano. No podía creerlo, era mi carnet de la biblioteca que perdí hacía unas semanas. Mi foto era algo apreciado para él, su tesoro. Esto me dio miedo, y dejé su secreto donde estaba.
Veinte años después, me mudé a mi nueva casa y un día fui a la carnicería “Andrés” del pueblo acompañada de mi madre. Y allí estaba ese odioso niño de mi infancia, que para demostrar que le molaba me embadurnó de carne. Pensé que era imposible que me reconociera, yo, estaba muy diferente a esa fotografía y embarazada de 8 meses.
Nada más cruzarnos las miradas, no tardó ni dos segundos y dijo: “¿Eres tú, Paula?”
−Sí, quieres que te enseñe el carnet de la biblioteca− dije con sorna.
Él se puso colorado, consciente de que conocía lo que ocultó en su escondrijo.
Que alegría verte. ¿Qué haces aquí? ¿Qué es de tu vida? Ha pasado mucho tiempo. Os fuisteis del barrio y no supe más de ti.
Le sonreí, y tocándome la barriga, dije: – Bien Andrés. Anda mientras charlamos ponme unos higaditos de pollo.

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