Mar de arena

Donde vivía antes de encontrarme aquí existe un mar de arena cálida, que con el viento en forma olas gigantes que hay que tratar de evitar porque son dolorosas al chocar con la piel. Esconderse hasta que pase la tempestad de tierra es lo más inteligente.
-Ralina, coge el remolque y ve al pozo a por agua – dice mi madre mientras amamanta a Ali, mi hermano de 3 meses.
-Sí, mamá, pero no quiero ir sola. ¿Puede venir Alhija conmigo?
-Ella está cocinando. Tienes 13 años. No te va a pasar nada.
El pozo está a 5 Kilómetros de casa y a su alrededor se sitúan varios poblados con viviendas de barro habitados por bereberes.
Mi padre es pastor de cabras y mulas. Hace 3 años íbamos de un lugar a otro en busca del agua para los animales y para la familia, viviendo en improvisadas tiendas hechas de palos y tela.
Muchos días recorro esa distancia sola y aunque mis pies se erosionen cada vez que atravieso ese tórrido y estéril pasaje, la necesidad de agua me da fuerzas para seguir caminando.
Mientras compilo las vasijas y garrafas que utilizo para llevar el agua, mi padre, exaltado y nervioso, llega a casa con una caja rota de dulces que se asemejan a los bombones. Habla con mi madre a media voz, casi con gestos. Les observo y leo palabras de sus labios: viaje, mar, dinero, peligro y fe. Mi madre niega con la cabeza y al final de la conversación acaba asintiendo.
Marcho a mi tarea no sin cierta intriga por la conversación de mis padres. Mis pies están doloridos y la arena rojiza caliente me abrasa las heridas. Pienso en que ojalá lloviera y pudiera refrescar los pies. Sería feliz, pero en el desierto del Sahara la lluvia solo aparece dos veces al año.
Pienso en ir al colegio, en jugar, en estudiar, en conocer mundo, en ver el mar, en salir del poblado, en no tener que andar más este camino.
Al volver a casa, mis padres guardan apresurados los pocos enseres que tenemos en una bolsa. -Salimos de viaje.
Alhija y yo nos miramos ilusionadas.
A la mañana siguiente, mi padre entrega los animales a su comprador y montamos en una camioneta destartalada con un desconocido. El viaje será largo, pero lo importantes es que salimos del poblado y además nos han prometido que veremos el mar.
El mar es alucinante, no se acaba. Es como el desierto, pero colmado de agua. El desierto es cambiante siempre se está en movimiento. El mar es la calma pienso.
Ahora estamos los cinco en una barca, con mucha gente y poco espacio. Ancianos, mujeres, hombres, niños y niñas, todos apretados. Creo que llevamos aquí 6 días, mi madre dice que 3. El sol nos quema la piel y el calor es asfixiante. El tiempo aquí parece multiplicarse.
Estamos muy juntos, sin intimidad. El hedor es fuerte, en el aire se respira una mezcla de olores a vómitos, orines y heces. Deseo llegar a tierra, prefiero volver a mi casa.
Al sexto día se ha levantado el viento. Me siento aliviada, no son ráfagas de arena, no pueden hacernos ningún daño.
Pasan las horas y el viento esculpe grandes olas que nos acechan. El barco se mueve incontrolado y cae una tormenta sobre nosotros.
Abrazados oigo a la gente gritar y llorar. Lloran mis padres. Lloramos todos.
El barco vuelca y no sabemos nadar. No se ve nada, siento frío.
Mi mano se separa de la de mi madre. Oigo ruidos, golpes, gritos, voces y silencio.
Estoy bajando hacia el fondo del mar sin quererlo y espero que alguien me saque del agua. No quiero estar aquí sola. No quiero estar muerta.

Octubre de 2019

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