Loli no es zen.

Samadhi estaba agotada y se fue a su habitáculo a descansar. No había vuelto a saber nada de Ciro después de la pequeña discusión que tuvieron en cocinas. Nada le perturba, ha comenzado la meditación. Un insecto curioso con sus patitas ligeras recorre su espalda, del omóplato al cuello, provocándole cosquillitas. Cesa en fijar su atención en él y deja sus pensamientos pasar, es la primera vez que consigue ser consciente pero el sonido de la campana de alarma interrumpe el momento.

Samadhi ha corrido veloz al jardín, el lugar de encuentro ante cualquier emergencia, emocionada porque sin duda hay alguna novedad. Puede ser que haya tenido suerte y se haya declarado un incendio y les tengan que evacuar. Había decidido venir a aquí un poco por inercia, recomendada la experiencia por sus amigas hippiepijis de Valladolid y, tras una semana, de silencio y contemplación, estaba saturada.

En el jardín del Centro al atardecer, pendía de un impresionante kiri, el cuerpo de un hombre menudo colgado de su cuello. Lleva un traje de vestir que le queda enorme, por lo que sólo se le ven las puntas de los dedos de las manos y la mitad de las babuchas de sus pies. Es tan ligero su peso y tan menudo su tamaño que, unido a sus greñas mal cortadas, parece un títere movido por hilos invisibles o quizás por las ramas del árbol rozadas por el viento. El color amarillento de su piel, sus grandes ojos negros y su boca torcida hacen que su apariencia sea de una marioneta, aunque se haya ahorcado.

Los laicos y los monjes reunidos miraban la escena con sus inexpresivas caras sin por supuesto decir nada en absoluto. Samadhi intentaba cerrar la boca, pero ha estallado de la risa. Le apena la muerte del anciano, pero es que no parece real, es un polichinela, le dice a una de las laicas, carcajeándose. Todos la miran, y el maestro gurú del centro se acerca a ella, tapa su boca y le dice:

−Esto no significa nada, no es el fin de su vida, es una transición, por lo que este hombre no ha escapado de nada. Ve a tu habitación y medita.

Samadhi, antes llamada Loli, ha obedecido y da dos pasos para cruzar el vergel, pero se ha girado y le dice al maestro:

−Maestro ¿cómo Ciro, con la artrosis que tenía y sin contar que medía metro y unos treinta centímetros, ha podido trepar por ese árbol cual mono de la selva.?

−Pues. responde titubeando el monje, sin duda sacó fuerzas de Buda.

−Por supuesto, qué duda más irracional la mía.

 Loli sigue sin poder contener las carcajadas, y se ha marchado sin dar más vueltas sobre qué razón podría tenía Ciro para colgarse del Kiri, a lo mejor el aburrimiento eterno. Nunca había visto a un cadáver tan cómico. En su habitación Loli ha recordado que esa mañana se había estrenado como cocinera y su pinche, el monje Ciro, la había ayudado a preparar el ligero almuerzo. Disponían de aceite, especias, cebollas, verduras de un raro aspecto, huevos, arroz y patatas. Loli decidió hacer unas tortillas españolas. Ciro la observaba desconfiado y cuando vio que había vaciado la tinaja de aceite entera en la sartén, le tocó el hombro con fuerza para que parara, actitud totalmente prohibida en el centro. Ella lo había mirado con extrañeza:

− Esto es una falta muy grave, D. Ciro− le dijo en un inglés penoso. Tendré que contárselo a los monjes.

−No, por favor. Estoy a punto de ascender a ser maestro gurú después de veintidós años aquí, y este error socavaría todo mi esfuerzo. Si dices algo, seré siempre un monje, no podré alcanzar el nirvana.

−Esto no puede quedar así, dijo ella en un tono exigente teatralizado. Si me das tu trozo de tortilla, me callo.

La tortilla española fue un éxito y el día transcurrió lento para Loli que aún le resta una semana más en este lugar: meditación, trabajar, rezar, más meditación, yoga. Sólo la rutina fue alterada por la inesperada muerte del monje y porque el maestro al anochecer se había presentado en su habitación cuando Loli se relajaba con el satisfyer que había ocultado entre sus enseres y, que, del susto al ver al monje, se les ha caído a los pies descalzos de éste.

−Samadhi ¿qué hace? le dijo el gurú cogiendo el exótico instrumento del suelo. ¿Qué es esto?

−Es mi depiladora− contestó Loli,

El gurú le entrega el vibrador y ella lo pone a cargar en el enchufe, mientras lo sonríe.

−Poco antes de morir Ciro, vino a mi estancia y me contó que usted en la cocina, aparte de derrochar el aceite, rompió el voto de silencio y el de castidad, ya que lo tocó. Así que no seguirá más con nosotros.

−Disculpe, reconozco que hablamos- dijo ella. Es más, él me dio en el hombro. ¿Eso es un pecado?

−En el budismo no existe el pecado sólo el karma y el suyo en cualquier momento va a explosionar. De hecho, ya nos está trayendo consecuencias y no queremos que esté aquí− respondió tajante el monje.

−Estupendo. Pero no puedo irme hasta dentro de una semana−replicó Loli.

−Nos hemos encargado de todo. Mañana vuela a Madrid. Namasté dijo agachando la cabeza.

− Solo una cosa, ¿podría asistir al funeral? Prometo no reírme, no decir nada. Es por respeto.

Loli ha preparado su maleta, se marcha igual que vino para España. Unas horas antes los monjes le dejaron asistir al funeral, todos en el jardín rodeando el cadáver de Ciro mientras los bichos y las aves carroñeras gozaban de tan copioso banquete. Esta macabra  y triste escena   ha provocado el llanto de Loli, y la desaprobación de los asistentes.

Samadhi se va sin despedirse y en el avión anota en su diario a las amiguis que invitará a una fiesta budista cuando llegue a Valladolid, con la intención de convencerles de las bendiciones del budismo, para que se animen a pasar unas semanas de retiro en el centro. Van a percibir estos monjes quién es la Loli y su karma.

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