Sin ázucar

Gina se levantó a las siete de la mañana.

− ¿Pero ¿qué ha pasado? Toda la casa revuelta, no hay nada en su sitio. Cajones abiertos, los sillones sin asientos, la vajilla del aparador esparcida por el suelo. Y la cocina como si un huracán la hubiera arrasado, hasta los congelados fuera de la nevera.

La mujer en un estado lamentable, revuelve entre los pocos paquetes de alimentación y encuentra café soluble. Recuerda que ayer se acabó la leche, así que calienta el agua en el microondas para hacer la mezcla. Abre una lata de atún y coge una de las dos rebanadas de pan tostado del día.

−Esto está asqueroso, escupe el café sobre el fregadero , mejor me ducho. Sabe que habla sola a todas horas y cuando duerme, también, porque entre pesadillas se despierta a gritos. No puedo seguir aquí así, tan sola, tan lejos de la familia, de mis hijos, casi sin casi comida y sin azúcar.

Y es que hace ya dos meses que se fue de Madrid para arreglar un poco la casa del pueblo en lo que en principio iba a ser una semana de limpieza, relax y concentración. Pero la catástrofe del coronavirus cambió todos los planes. Sus seres queridos, confinados en Madrid, ahora cerrada a cal y canto. Y ella, absolutamente sola en el pueblo a donde vino a protegerse precisamente.

Gina se viste cómoda y prepara una mochila. Antes de irse, coloca más o menos todo lo que sacó anoche de los muebles en un ataque de ira incontrolada que tuvo que aplacar con un lexatin y dos somníferos. Lleva dos días sin contactar con su familia, la wifi no funciona y su objetivo es entrar en Madrid, total solo es una hora de viaje, quizás lo consiga.

Suena el timbre. Es absurdo, ¿quién iba a llamar si no se puede salir de casa? Gina duda en abrir, pero se asoma a la ventana y ve que es D. Benito, el vecino de enfrente de casa, con el que nunca cruzó ni un simple “buenos días”

La mujer entreabre la puerta desconfiada.

− ¿Qué quiere? ¿A qué viene a mi casa? No sabe que nos vigilan, me va a meter en un lío.

−Vengo porque quiero irme con usted a Madrid.

−Y quién le ha dicho que me voy a Madrid. Está usted tarado.

−Sé que te vas, te llevo observando desde que llegaste. Quiero ayudar, confía en mí. Mira he traído mi bolsa de viaje, con snacks y dulces. Gina no perdamos más el tiempo y vámonos.

Gina cierra la puerta de casa, seguida por el anciano. Antes han desconectado sus móviles para que la aplicación de geolocalización no les localice, al menos, en los primeros momentos de su viaje. Montan en el coche, bajando la calle muy despacio, en punto muerto. Pero según descienden, las persianas de las casas a ambos lados de la calle se van subiendo y las caras de sus moradores les señalan. Han llegado al final de la calle para incorporase a la carretera, y Gina muy seria le pide a Benito algo con azúcar, él sonríe y le entrega un paquete de palmeras de hojaldre. Ella engulle 3 de golpe y arranca veloz en dirección a la autovía A-42.

Los primeros cinco kilómetros no hablan entre ellos hasta que el anciano dice:

-Gina, no nos conocemos, pero sé que lo estás pasando mal.  Ayer te vi de noche desnuda en el jardín, subida al olivo, tirando garbanzos o algo parecido con la boca.

−Lo habrá soñado. Estuve viendo una película y luego me fui a dormir a las 11.

−Soy psiquiatra jubilado y distingo perfectamente un brote psicótico. Quiero ayudarte para que llegues a Madrid y te reúnas con la familia.

Gina está llorando, sabe que el puñetero viejo tiene razón porque no es la primera vez que sufre brotes psicóticos. La última, fue hace unos 8 años, y la consecuencia fue el ingreso durante 15 días y un año de medicación.

−Vamos a pasar todos los controles, vamos a llegar a Madrid y te vas a reunir con tu familia. Voy a ofrecerme como médico en cualquier hospital para ayudar a los enfermos de coronavirus y tú serás mi enfermera.

Gina para el coche y un agente, con cara de malo, se acerca a la ventana indicando que la baje con un gesto de su mano:

−Documentación del vehículo y de ustedes.

−Perdone agente, soy Benito Forn Gámez, médico psiquiatra jubilado, tome mi documentación. Han pedido médicos voluntarios jubilados y por eso tenemos que entrar en Madrid. Ella es Gina López Briz, mi enfermera ayudante, aquí tiene su tarjeta de sanitaria y documentación.

−Joder Benito, no lo puedo creer. Nos han dejado. ¿Y esa tarjeta, de dónde la has sacado? Eres un crack.

−La he diseñado y hecho esta semana.

La extraña pareja ha llegado al hospital 12 de octubre de Madrid. Gina para el coche, y Benito se apea, se despiden abrazándose a sí mismos y tirándose un beso, emocionados.

Gina ha llegado a su portal, sube por las escaleras los cinco pisos, y llama al timbre. Escucha al pequeño de sus hijos, Mario, que dice “que sea mamá, por favor”.

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