Mi reflejo, perdido entre la niebla

Acabo de salir de la ducha y me paro en la alfombra, desnuda, sin toalla que me proteja de mi propia mirada. A dos metros, entre el vapor nebuloso provocado por el calor, me diviso, pequeña y vieja. Mi imagen, quieta, ante el enorme cristal que se extiende por toda la pared de incoloros azulejos.

− ¿Quién eres?, acércate, dice la imagen reflejada. ¿Eres una niña?

− No. Y no quiero jugar contigo. Cuando fui niña, en la habitación que compartía con mi hermana, jugábamos a poner caras horrendas delante del espejo de la cómoda dorada, estilo Luis XVI.

−Qué divertido. Inténtalo ahora y nos reímos las dos.

−No me apetece. Sabes, nos empujábamos con brutalidad para quitarnos de la posición frente al espejo. Y decíamos: “yo soy Anacleta pequeña y yo Anacleta mayor”. A veces, caímos al suelo, pero no importaba. Era una rara manera de divertirnos en una extraña casa.

−No te distingo bien. ¿Eres entonces una persona joven?

−Lo siento, has vuelto a fallar. ¿Qué años crees que tengo?

−No sé, sigo sin verte con claridad. Sé que algo quieres porque no dejas de escudriñarme con la mirada.

 − Quería que supieras que esta de ahora, no era yo ayer. Sí, ayer ya tenía cicatrices en mi vientre y en los pechos, ¿los puedes ver. ¿Ves este tubo que sale de mi abdomen, alegre cual serpiente en su nido en el invierno? Si lo suelto, repta hasta las rodillas.

−Sí ya los veo por un hueco que no cubre el vaho. Debo decirte que no son feas, pero la serpiente me da…

−¡Esta culebra es buena! Me está dando tiempo.

−No entiendo, tiempo para qué. ¿Por qué no te acercas? ¿De qué tienes miedo?

− Es que ayer no soportaba mirarme entera.

 Aplico abundante crema en mis piernas delgadas y  el reflejo me sigue, espiando todo lo que hago. Continúo untando el potingue por los brazos, el cuello y abdomen.

− ¿A propósito te has saltado los senos?

−  Pues sí, calla, que no sabes lo que siento.

Me planto desafiante ante el espejo, ya no hay vapor que nos nuble y me recreo en los rojizos surcos trazados por el bisturí, comprobando con mis dedos que la carcoma no ha vuelto y le vuelvo a hablar:

− Podría vivir perfectamente sin tetas, vieja del espejo.

Se ha esfumado la niebla, el sol irrumpe por la ventana y me descubro.

− Soy grande, mayor y estoy enferma. Pero me siento limpia y radiante, sabes espejo.

El reflejo de mi imagen se ha callado y yo le hablo:

− No te sorprendas si la niebla volviera y me distanciara de ti de nuevo, rompiéndote en pedazos. 

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